jueves, 10 de mayo de 2007

Nos hemos mudado

Nos hemos mudado a un nuevo servidor, en Denver, Colorado.

www.laspicarasviboritas.com

Y a un nuevo formato, mucho más cómodo, wordpress.

Hemos trasladado todo el blog, pero mantendremos este abierto un tiempo. Eso si, ya no acepta comentarios ni nuevos posts.

Esperamos q el nuevo os guste ;-)

Max

domingo, 6 de mayo de 2007

Estas son cosas sobre mi madre

Hoy es el día de la madre, y salgo de mi reciente autismo, no sé muy bien por qué.

Mi madre nació antes de la guerra civil, y todavía recuerda correr por las calles agarrada con sus hermanos a las faldas de mi abuela, mientras las sirenas antiaéreas atronaban las nubes. Es extraño pensar que ella vivió cosas que sus hijos sólo relacionamos con películas. Es muy suyo habernos criado así, sin contarnos apenas nada sobre ella, sin dejar que heredáramos su experiencia, dándonos libertad para vivir nosotros.

La llamaron Violeta, pero tras la guerra el registrador añadió otro nombre, porque no existe Santa Violeta. Ella nunca lo ha usado. Ella siempre ha sido Violeta.

En la posguerra se fue a Londres a estudiar, porque aquí no podía: mi abuelo era viejo conocido de los archivos franquistas. Pero antes se quedó prendada de mi padre, el mejor amigo de su hermano. En Londres estudió y progresó, y junto a su hermana se estableció en la ciudad de Brentwood, y trabajó en el Hospital Psiquiátrico. Si os preguntábais por qué los hijos somos un poco raros, por ahí pueden ir los tiros: lo suyo era la psiquiatría.

Volvía a España de vez en cuando, y se ennovió con mi padre. A él la broma le costó la amistad de su mejor amigo. Fueron novios a distancia muchos años, pues ella no se decidió a volver hasta pasados los treinta. Cuando volvió, oh escándalo de la familia paterna, se puso a trabajar en Madrid. De intérprete, porque no la convalidaron sus estudios en Inglaterra. Trabajó duro, y tuvo éxito. Conoció a Charlton Heston y Elisabeth Taylor en el rodaje de El Cid. De él recuerda su educación exquisita, y sus ojos increíblemente azules. De ella, la patada que dio a un gato negro que se cruzó en su camino saliendo de la roullote que hacía de camerino. Terminó trabajando como secretaria personal de un ministro. De ésa época sólo me ha contado el frío que hacía en el castillo en el que vivían, y lo cretina que era la ministra.

Y entonces se casó, a los treinta y pocos, muy mayor para la época, pero seguramente antes de lo que hubiera querido. Y lo dejó todo: carrera, estudios, contactos, vida social, todo, nunca volvió la cabeza atrás. Y se dedicó a sus hijos. Y cuando empezamos a ser mayores, a ayudar a mi padre con sus finanzas, siempre metida en bolsa, y papeles para arriba, y papeles para abajo, que si pólizas, que si primas.

Yo soy el tercer hijo, el primer varón. Ya todos rondamos o pasamos la cuarentena. Hemos tenido una educación rígida, a veces en exceso. En casa nunca hubo sitio para el "no puedo". Nunca hubo sitio para las excusas. Tú hazlo, es tu obligación, y verás como sale. Y si no sale, lo vuelves a intentar. Puedes hacerlo todo. Tampoco hubo religión, no fuimos ni somos cristianos. Sí hubo mucha manipulación emocional. Y libros, muchos libros.

Todos estudiamos en universidades privadas, algunos más de una carrera. Ellos cumplieron. Nosotros cumplimos.

Nos ganamos bien la vida. Dos estamos casados, dos solteros. Sólo hay dos nietos, y ella tampoco quiere más. Mejor, porque la iban a dar igual. Ella vive su semi-retiro entre libros y series en DVD, cuando no vigila a su nieto Daniel, que es un monstruo.

Es fuerte. Y dura. Inteligente. Y manipuladora. Peligrosa. La única forma segura de acercarte a ella es tener las ideas muy claras. Si no, te las cambiará. Mis amigos de antaño la apodaban el dragón de comodo, go figure.

Cuando tenía 10 años, tuve mi primera experiencia sexual. Era un año mayor que yo, de mi clase, en el colegio, los baños. Siempre los baños.

Mis curas se dieron cuenta. Pero no eran curas al uso, gracias a Dios. Eran misioneros, y sabían que la vida ni empieza ni acaba en los libros, tampoco en los sagrados. Llamaron a mi madre, y se lo dijeron. Les pidió que me ayudaran. Ella no hizo nada. Ella no dijo nada.

Tardó diez años en decir algo. Yo salía con un muchacho fantástico, un artista. Su único problema es que era depresivo. Y me arrastraba a mí a su infierno personal. Una mañana no pude más y le dejé. Ese mediodía, mi madre me envió un recado a través de mi hermano: que dejes a ese chico, que no te conviene. Mi enfado fue terrible.

Todos aquellos años de miedo a ser descubierto, de soledad, de temor a ser echado de casa. Todo aquel horror, tantas lágrimas enjuagadas en la almohada, la paliza que me dieron por ser gay, teniendo que ocultar los moratones bajo la ropa durante semanas para que nadie preguntara; tanta mierda y tanto dolor, por algo de lo que nunca dudé, y de lo que nunca me avergoncé. Todavía no sé si la he perdonado su silencio. Todavía no sé si hay algo que perdonar.

Ella me contó, y como habréis visto no es de las que cuentan mucho, que uno de sus jefes era gay, y ella vio lo desgraciado que era. No quería que yo pasara por lo mismo, no quería que yo fuera gay. Buen intento. Pero es cierto que en la sierra, guardadas en una cristalera, conserva un juego de copas de champán, de extraños colores, muy maricas ellas. Fue el regalo de boda de aquel jefe.

Luego vinieron más años de desenfreno y locuras. A todo asintió y asistió sin apenas decir nada. Tan sólo exigía, si andaba desaparecido, que llamara a casa hacia el mediodía. Era como fichar. Luego seguía bailando. Años. Bueno, bailando y algunas otras cosas.

Y de repente, me enamoré. La primera vez fue un desastre monumental, de modo que esta vez se llevó las manos a la cabeza: “¿Pero no estabas mejor solo?”, y yo: “Señor, señor, dame paciencia…” Luego conoció a La Portera, y se hizo su fan número uno. A su manera, distante y controlada, no sabe en qué altar colocarle por haber “reformado” a su hijo. Sí, hijos, sí, mi vida actual es la reformada. Imaginad la anterior. Esto fue hace nueve años.

Estas son cosas sobre mi madre.

El lunes pasado encargué por Internet un ramo de rosas blancas y un precioso jarrón inglés, de vidrio soplado. Para hoy. Porque es mi madre, y no hay lágrima que no derrame o sangre que no vierta por ella. Hoy me ha despertado a las 9 para darme las gracias: acababan de llegar, y no había desenvuelto el jarrón todavía, pero la dio igual: era precioso.

El viernes pasé la tarde en el Ruber. Quizá para recordarnos el Día de la Madre, llevaba dos días vomitando y con mareos. Yo había pasado a verla, y cuando se me desmayó en los brazos, llamé a mis hermanos y me la llevé a urgencias, no fiándome de cuánto podía tardar una ambulancia. Aún en la recepción de urgencias, antes de desmayarse de nuevo, todavía tuvo ánimos de engañar a la enfermera quitándose años. Genio y figura.

Fue sólo un susto, los muchos años, dijo el gilipollas del médico. El sábado noche me puse a vomitar yo: el día anterior se me cortó la digestión. Debió ser el olor de hospital, que lo odio.